No me he sentido bien en estos días. Puede ser producto del exceso de trabajo, o sencillamente un agotamiento por querer sentirme productivo todo el tiempo y no poder lograrlo. Lo rápido que avanza el mundo, acelerado por diez en la pandemia, me ha generado un afán por sentirme útil a todas las horas del día, a medir mi tiempo en relación con lo que produzca, y, sobre todo, a sentirme muy mal (como estos días) cada vez que me desvío un milímetro de lo planeado. En pocas palabras, siento que estoy perdiendo una batalla cuando estoy así.
Con esa sensación, me fui a internet para distraerme, y me vi un hilo de videos de don Jorge Pinarello, documentando su proceso para dejar de fumar, don Jorge presenta algo muy interesante, aparte de su refinado humor, y es una inquebrantable determinación personal, lo que me hizo acordar del segundo mejor consejo que he recibido en mi vida (mi papá me dio el mejor, pero pregúntenle a él para que les cuente) que dice: “no te compares, porque la comparación lleva necesariamente al sufrimiento.”
En todos, absolutamente todos los casos, en los que uno se compara, va a perder, incluso cuando se hace contra uno mismo. Los contextos en los que está cada una de las personas o situaciones en las que uno se compara frente a otros y frente a uno mismo, son tan diferentes que, sencillamente, no vale la pena compararlos porque siempre, no sé si por algún condicionamiento mental o qué pueda ser, vamos a tener una tendencia a analizar todo, por un lado, con celos, enojo, arrepentimiento y envidia, y por el otro lado, con absoluta soberbia, cuando lo hacemos favorablemente hacia nosotros. No lo digo yo, no lo dice algún experto, y no sé si está comprobado científicamente, pero, hay una pila de sabiduría popular, que viene de las religiones y de los consejos de nuestros padres y abuelos, que predicen lo tóxica que es la comparación: “el pasto siempre es más verde del otro lado de la barda” es el único que se me ocurrió.
En alguna de mis clases de Introducción a la economía, le escuché a mi profesora decir dos comentarios bastante cargados de arribismo, el primero, es que la pereza es sinónimo de pobreza, y el segundo, que la pobreza radica en el momento en que la situación económica de los hijos es inferior a la situación económica de los papás. En su momento, estuve muy dedicado a compararme milimétricamente con el segundo, pensando en cuestión de tiempo y productividad para sentirme mejor conmigo mismo y con los demás (con pésimos resultados claramente), me preguntaba mucho: ¿a qué edad se graduaron de la universidad mis papás? ¿a qué edad se fueron de la casa de sus padres? ¿a qué edad compraron su primera casa? A ver si todo lo relacionado con su posición económica, lo podía hacer antes que ellos, porque no quería desmejorar la situación económica a lo largo de las generaciones. Qué consejo más equivocado recibí de esa profesora. La pobreza no puede medirse sólo desde lo económico, la sensación de pobreza o de riqueza son estados tan complejos e involucran tantas cuestiones que, por esa razón, es que se trata de medir desde lo económico, es lo más fácil. Los profesores, por más increíbles que sean, también se pueden equivocar.
Alguna vez lo conversé con un amigo, cuando discutíamos si la mejor opción de vida para contar con mayor sensación de libertad era ser empleado estable en un lugar de trabajo, o ser el dueño de sus ingresos creando empresa o generando rentas. Hicimos tanto la evaluación, comparamos tantos escenarios, que llegamos a dos conclusiones muy acertadas. La primera es que son incomparables, no tiene sentido ponerlas en una balanza, porque los contextos de uno o del otro son abismalmente contrarios, y la segunda, es que la sensación de libertad es tan relativa, que a nosotros no nos debería importar seguir un conducto estúpido que se ha tratado de imponer en el contexto de las redes sociales, y es el de “ser tu propio jefe o morirás como empleado toda la vida”, esto no tiene sentido alguno, y no es justo para nadie. Porque la sensación de bienestar (más que de libertad) la encuentras donde te sientas feliz contigo mismo, y ya, no hay que poner nada en una balanza.
Mi situación actual es privilegiada, por la estabilidad de mi profesión y de mis asuntos personales, pero, sería capaz de cambiarlo todo por dedicarme a recorrer el mundo para enseñar, teniendo a la mano un computador y una muy buena conexión a internet para narrar mis aventuras por acá, y teniendo en mi bolsillo lo necesario para vivir. O, también sería capaz de cambiar todo lo que hago para dedicarme de lleno a la política, mi mayor pasión en la vida.
Ojo, no quiero que, por mis palabras, el lector quiera tomar una decisión arriesgada que le pueda traer muchos problemas. Tan sólo quiero contribuir a mermar al máximo ese montón de sensaciones destructivas que tienen su raíz en compararse con otros, contándolo desde mi experiencia personal. El tiempo que se gasta una persona en tratar de hacer similares dos contextos que son incomparables, podemos invertirlo en pensar y actuar, con mucha ambición, en lo que queremos lograr, esa es la única comparación personal que importa, con respecto a lo que puede pasar y no frente a lo que ya pasó. Y, en este punto, hay que aprender a filtrar los consejos que reciben, como el de mi profesora, o por lo menos, aprender a adaptarlos desde otra perspectiva, no desde la que yo lo adapté. Y si vemos la necesidad incontrolable de compararnos con alguien más, la única manera válida de hacerlo es desde la empatía, compararnos a través de sentimientos de compasión, para buscar mejorar la situación del otro.
¿Cómo salí entonces de esta sensación de perder una batalla? El mismo don Jorge Pinarello me dio un tip, bastante extraño, pero que vale oro, en uno de sus videoblogs de cuando estaba dejando de fumar: no se puede perder una batalla que no existe, sencillamente porque no estamos jugando a nada, y como no estamos jugando a nada, no se puede perder contra nadie. ¡No te compares!
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